lunes, 4 de enero de 2010

Alguacil, alguacilillos y condenados.

Nos mandan una explicación alegórica de lo acontecido en el 2009.
Feliz 2010.

Erase una vez que se era un pequeño asentamiento marginal enclavado en un territorio que no pudiendo, en honor a la verdad, tachar de hostil tampoco faltaríamos a tan escasa virtud, si dijésemos que era poco propicio a las peculiares costumbres de los habitantes protagonistas de nuestra historia.
Sucedía que por uno de esos caprichos de la política geoestratégica de las grandes potencias de entonces, un grupo no muy numeroso de personas quedó desgajado y encerrado dentro de una nación con la que compartían poco más que la lengua. En un tiempo habían sido la punta de lanza, hoy diríamos la cabeza de puente, de una civilización que pretendió ser hegemónica pero a la que los últimos reveses consiguieron no solo frenar su expansión, sino también iniciar su retirada dejando atrás las extensiones en las que habían ejercido su imperio, entre ellas, el asentamiento de colonos que nos ocupa.
La vida de aquella buena gente, aunque llevadera, no era fácil. Eran pocos y necesitaban relacionarse con sus vecinos, que no compatriotas, para el sostenimiento de su precaria economía. Todos los esfuerzos iban encaminados a mantener sus preciadas tradiciones, pero siempre con el ánimo de hacer comprensible a los demás esas diferencias que a veces los convertían en algo raro, algo ajeno al resto de pobladores de la llanura.
La organización social era sencilla, ya fuera porque entre sus virtudes más estimadas estaba la sencillez o porque no habían sido capaces de elaborar estructuras más complejas y, quizás, más acordes con el sobrevenir.
Al frente tenían un Alguacil nombrado por la metrópoli que casi nunca colmaba las expectaciones de los que irremisiblemente tenían que ser sus administrados. Sin embargo como eran gentes de buen conformar en ningún tiempo dieron grandes muestras de un solivianto que indujese a la cúpula dirigente a plantear un posible relevo de sus elegidos; solo las rotaciones propias de la edad, el cansancio o la necesidad de cubrir otra plaza más importante, hacían que la silla curul agasajase nuevas posaderas. El electo Aguacil solía dejar en sus colocaciones a los responsables de las distintas áreas; ya que las cosas funcionaban casi solas y todos se habían acostumbrado a que no hubiera grandes cambios.
Sin embargo siempre había algún anhelante, optimista de suyo, que quería creer que los cambios podían y debían traer nuevos modos, nuevas maneras . . . algunas mejoras . . . pero pronto se caía del guindo al ver como las cosas seguían su cansino y lánguido transitar. Esto no quita para que los más inquietos remediasen su inquietud con iniciativas propias, que solían ser amparadas, o solo soportadas, por el Alguacil y su pequeño círculo de poder. No había una oposición al gobierno como ocurre en nuestros días, no, no la había porque hasta parecía que no había gobierno, las cosas (como ya advertimos) funcionaban casi solas, tampoco había muchas decisiones que tomar que no viniesen ya tomadas y todos se habían acostumbrado a que no hubiera grandes cambios.
En todos los habitantes, de nuestro pequeño asentamiento, estaba muy presente ese sentimiento de querer agradar a los vecinos de la gran nación que los rodeaba y que de un solo golpe podía desmembrarlos. Por eso se hacía todo lo posible para que tal cosa ni siquiera se les pasase por la imaginación; todos sus actos estaban encaminados al buen entendimiento con ellos.
A tal fin se empezaron a organizar eventos que atrajesen a los pobladores más cercanos de la llanura, para que conociesen, de primera mano, que no eran tan diferentes a pesar de sus costumbres arraigadas en su tradición milenaria. Destacaba por el éxito, entre propios y extraños, el funcionamiento de una actividad de coros y danzas, cosa sencilla, como era del gusto, nada sofisticada pero que reunía a gran número de los propios y a unos cuantos de los extraños que pudiendo ser más no lo eran porque no se podía atender a más interesados. Se utilizaba un campo comunal administrado por un Alguacilillo, subalterno del Alguacil en jefe, que aunque en principio algo remiso a la jacaranda y no queriendo involucrarse por no ser amigo de mayores esfuerzos que los de su propia encomienda, y con reparo, no le quedó más remedio que, dada la bondad de la faena, permitir sin reprimir, a la espera del fracaso que creía sobrevendría con inminencia. Tal personaje respondía al nombre de Monig y ya tenía cierta fama de manso cuando miraba hacia arriba y de jodido cuando la vista ponía sobre los que él consideraba que estaban por debajo. No es que la maldad hubiese tornado su naturaleza, ni que fuese insufrible su sola presencia, tenía como todos sus momentos, la mayor de las veces buenos y dónde se mostraba complaciente, pero no podía remediar el impulso hacia la racanería cuando algo que pensaba debía controlar quedaba fuera de su alcance, aún cuando, en este caso, podía haber sido de su negociado porque quienes promovieron los coros y danzas bien que lo pusieron a su disposición por considerarse incapaces, más por la novedad que por la falta de empuje, de llevarlos a buen puerto. Pero parece ser que eso de cantar y bailar, siempre dentro de un orden, era menester que triunfase porque gente hay dispuesta al jolgorio y al desahogo después de finalizadas las tareas de una larga semana de laboriosos esfuerzos.
Se desconoce como sucedió, pero lo que en inicio era para pocos fue sumando voluntades y cada vez eran más los que prestos acudían a la cita semanal. El campo comunal se convirtió en lugar de encuentro, de ocio y de disfrute y fue tanto el divertimiento que hasta los oídos de la metrópoli llegó el bienestar de los que allí participaban. Con el paso de los años se fueron sumando los más jóvenes que atraídos los unos por los otros llegaron a ser mitad con el resto. Y todos participaban siempre con regocijo del esparcimiento . . . siempre que Monig no metía la pata para zancadillear con alguna de sus ocurrencias.
También se desconoce el cómo, e incluso el cuándo, se hizo mala sangre el Alguacilillo y a quién o a quiénes se dirigía con sus diatribas y sus asechanzas, pero el hecho es que cantores y danzarines empezaron a sufrir sus despropósitos. Tal día sucedía que no se encontraba la escoba con la que se preparaba el aposento de tanto pié dando brincos y cabriolas y de tanta garganta enardecida por el bello canto. Tal otro sucedía que no estaban en su sitio los timbales y las gaitas con las que se acompañaban, o que no se podía celebrar la reunión porque había operarios en el campo sin avisar a los que con la ilusión se desplazaban.
Tampoco se sabe a ciencia cierta cuándo comenzó a silbar los pabellones auditivos del Alguacil en jefe, que le tenía en aprecio porque siempre se mostraba con él con sumisión, llevándole malas nuevas, que nada tenían que ver con la realidad: que si no se guardaban los instrumentos, que si se dejaba correr el agua de la fuente, que si se encendían velones y no se apagaban, que si carecían del pudor debido cuando se deshacían del sudor producido por tanto movimiento, que si los participantes abandonaban a su prole mientras se ejercitaban, que si no había control de quién acudía . . . ¡que si la abuela fuma!
Estos infundios, según se verá, fueron ocasionando mella en la apreciación que el Aguacil tenía. Y aunque era evidente la bondad del negocio . . . empezó a dar crédito a su fiel subalterno y a mal encarar y peor soportar los supuestos quebraderos de cabeza que le daban los coros y danzas, sin llegar a la lógica conclusión de que quién le quebraba la testa era el coordinador del campo comunal (que con tal rimbombante título se hacía llamar) Monig. Desde entonces el Aguacil en jefe hacía oídos sordos a cuantos le hablasen bien de los coros y danzas llegando a la torpe conclusión que, por lo menos, había que sacar tajada de la utilización del dicho campo, cobrando lo que denominaba un donativo y que no era otra cosa que una nueva tasa sobre las espaldas de sus súbditos, que así empezó a tratarlos no por el ejercicio de su autoridad sino por la dejadez de sus administrados que de buenos casi llegaban a tontos. Cometía un grave error porque olvidaba lo esencial de su ministerio, que no era otro que el hacer agradable su pequeño asentamiento con sus milenarias tradiciones a sus vecinos, que no compatriotas. Y estas medidas que pretendía tomar sobre los coros y danzas parecía cosa rara y de poco tino, ya que si funcionaban bien y atraían a propios y extraños no se encontraba razón para querer entorpecerla con donativos, tasas o balandronadas, sostenidas sobre supuestos grifos corriendo y velones no apagados. Cuando de todos era sabido que el servicio que daban los promotores de la actividad no era oneroso ni para el Alguacil ni para el Alguacilillo ni para la comunidad, más bien todo lo contrario.
Como de uñas se pusieron los afectados que no entendían tener que soltar la guita por lo que ya se había pagado y coincidía que el Alguacil no era hombre al que gustase el enfrentamiento, se aplazó la ofensiva para mejor ocasión, dejando el disfrute de la escampada tormenta y con el ansia de la llegada del nuevo frente borrascoso que, como veremos, poco tardó en arreciar.
Monig había quedando en entredicho, por sus maliciosas acciones, entre muchos de sus conciudadanos que por prudencia no manifestaban su estupor pero que estaban al tanto de sus maquinaciones y no se sabe si es que esperó la tormenta o es que bailó frenéticamente la danza de la lluvia. El caso es que apareció en escena otro Alguacilillo subalterno con alguna cuenta que saldar y de la que nadie ha sabido identificar ni el concepto ni la cuantía. Se hacía llamar Aríagai, nombre compuesto masculino cuya primera parte, Aria, era muy utilizada para las féminas por proceder de una heroína de tiempos ancestrales. Aunque todo el mundo le conocía como Aríagai “el breve” debido al poco tiempo que la metrópoli le mantuvo como Alguacil en jefe, años ha. Le habían encargado una misión muy importante: procurar aliviar las necesidades de los jóvenes, ya que la comunidad siempre había tenido especial atención hacia la mocedad, futuro inmediato y receptora de las tradiciones milenarias. En vez de seguir el camino trazado por sus predecesores en el mismo encargo y enardecido por los bulos de su igual Monig y alentado por una falta de dominio sobre lo que los mayores de la comunidad llaman “puta envidia”, creyó conveniente y decoroso apuntarse al carro al que se había uncido el coordinador del campo comunal en su cruzada contra los que se lo pasaban bien sin hacer mal alguno, por lo menos intencionado. Y carente de toda lógica, sentido común y sentido de la economía pretendió duplicar, o sea copiar, la actividad de coros y danzas, pero con alguna peculiaridad dictada por sus pocas entendederas. Quería que solo y exclusivamente disfrutasen los jóvenes de la comunidad dejando de lado a los mayores y a todos aquellos que habían sido atraídos hacia tan buen ambiente y mejor divertimento. Sin reparar que conculcaba unos de los principios sagrados sobre los que se asentaban las tradiciones de la comunidad para la que decía trabajar. Y ni corto ni perezoso, aunque solo en esta ocasión, publicó un bando, con la connivencia del Alguacil en jefe, para convocar a la mocedad en el lugar, días y horas en los que se celebraba la actividad de coros y danzas. Creía, el insensato Aríagai, que ejerciendo su carente liderazgo sobre los que en su día fueron sus pupilos podría apuntarse un tanto y, al par, librarse de los, no se sabe por qué, tan odiados promotores de la actividad de coros y danzas. A tal fin se destinaron los recursos que estimaron oportunos sin reparar, dentro de su cicatería, en gastos; intentaron por todos los medios que supieron alcanzar, que no eran muchos dada la poca imaginación que solían usar, adherirse voluntades juveniles; rehusaron de la norma básica de comportamiento que caracterizaba a la comunidad y que procuraban siempre como referente: la rectitud de intención, para con malas artes y peores estrategias vilipendiar lo que tantos años llevaba funcionando y descargar contra sus promotores todo tipo de menosprecios y de rebajamientos, en la espera de atraerse a los muchos, según ellos, descontentos.
La situación no era favorable ni placentera para los atribulados integrantes de los coros y danzas, ya que a sus espaldas, con nocturnidad y alevosía se había ideado una estrategia para echarlos del campo comunal y acto seguido invitar a lo mismo a quienes considerasen dignos de participar en su nuevo interpretar, que, sin embargo, iba a ser lo mismo pero peor hecho.
Pero he aquí que la respuesta de los que quería atraer no fue la esperada, y convocados en tropel con carteles de todos los colores, con presiones de todos los colores, con promesas de todos los colores, con el campo comunal para ellos solos adornado con todos los colores . . . a la postre se quedaron solos y con las caras de todos los colores, las cabezas llenas de dolores y sus conocidos hechos pestilentes de olores.
Termina esta crónica con un hálito de esperanza. Los afamados coros y danzas encontraron un lugar dónde seguir el festejo semanal. Los pobladores de la llanura acogieron la su actividad por considerarla, simplemente, buena. Llegando a apreciar la diligencia y el decoro que mostraban cantores y danzarines, así como su prestancia en el uso de las instalaciones que les dejaban y el buen ambiente que reinaba entre ellos. Mientras el Aguacil en jefe, el coordinador del campo comunal Monig y el comendador de los mozos Aríagai, siguieron a sus cosas sin llegar a percatarse, porque nadie les recriminó, del mal que su actuación había producido a la comunidad que decían defender. El uno por dejarse liar, el otro por liante y el tercero porque se hizo un lío.
Moraleja: ¡Dios nos libre de los torpes, de los rencorosos y de los falsos! Hacen daño queriendo y, a veces, sin querer.

AUTOR: FALDETE.

3 comentarios:

Manuel dijo...

Pardiez Faldete, vuestro verbo no conoce la mesura ni le arredra el entendimiento a la hora de enjuiciar las acciones del alguacil, aguacilillo y aguardiente

faldete dijo...

En llegando de tan docta testa no puedo, por menos, de dudar sobre si de un rendibú o de una felpa se trata. En cualquier caso vuecencia, así como sus letras, suponen una merced para mis entendederas.

Manuel dijo...

Es cierto, querido amigo Faldete, que no me he aclarado nada bien, y es que -¡pobre de mí!- he perdido el don de la palabra de tanto tiempo varado en dique seco. Intentaré explicarme mejor:
"que no entiendo a qué viene el escarnio de los alguaciles cuando la diosa de la justicia ya ha repartido sus merecidas recompensas entre unos y otros. Y que la vuestra ha sido -según veo- más que buena"
Quiero decir: "agua pasada no debería ya mover molino alguno"
En ese contexto me sorprende que un entendimiento tan priviligiado como sé que es el suyo, no le haya reprimido a la hora de fustigar a los responsables de acciones pasadas, ya que, además, afortunamente éstas han terminado bien

Pero al margen de la felpa, vaya mi más sincero rendibú para la enriquecedora prosa que exhibe en tan vana cruzada.
También quería señalarle, se lo dice alguien completamente ajeno a estos pleitos, que hasta la línea 40 yo pensé que se estaba refiriendo al problema vasco, y no acerté a encajar el relato hasta llegar a los timbales del campo de la danza tribal. Estaba sorprendido porque leyendo su relato me parecía que hablaba en clave nacionalista, algo que -como bien entenderá vuesta merced- no acertaba a comprender.